Olímpicos

En los últimosGimnastas días se ha desatado la polémica a raíz de unas declaraciones de Pau Gasol, en las que el crack de Sant Boi aseguraba que estaba pensando si acudir o no a los próximos Juegos Olímpicos de Río de Janeiro por temor al virus Zika. Gasol no ha sido el único de nuestros deportistas en mostrar sus reservas con respecto a la cita brasileña. Mireia Belmonte o el compañero de selección de Pau, Rudy Fernández, también se han pronunciado en la misma dirección.

El zika es un virus transmitido por los mosquitos. Los síntomas más comunes de esta infección incluyen dolores de cabeza leves, erupciones cutáneas, malestar general, conjuntivitis o dolores articulares, entre otros. La fiebre del zika se considera una enfermedad relativamente leve y limitada, y solo 1 de cada 5 personas desarrollarán los síntomas sin llegar a ser fatal.

El problema es que se sospecha que su evolución puede estar directamente relacionada con el desarrollo de enfermedades muy graves como el síndrome Guillain-Barré o la microcefalia en recién nacidos, si bien esta causalidad entre patologías no está apoyada por estudios médicos.

Sea como fuere, es perfectamente lógico que unos deportistas que van a residir un mes en tierras brasileñas antepongan su salud a la gloria olímpica (esa que, no lo olvidemos, está reservada a una minoría muy pequeña de todos cuantos compiten en unos juegos).

Esta situación me ha hecho reflexionar sobre un aspecto: los tremendos sacrificios que hay detrás de éxitos deportivos que conllevan una vida de esfuerzos. Se da la circunstancia de que, en la mayoría de los casos, dicho éxito no trae consigo grandes réditos económicos ni un reconocimiento social que se extienda más allá de los días posteriores a la propia competición (queda la satisfacción de competir al más alto nivel y la superación que eso supone).

Por esta razón me admiro de la voluntad de deportistas olímpicos, para nosotros anónimos, que consagran su vida para la obtención de su particular «El Dorado»: la medalla olímpica.

Entre estos, es paradigmático el tesón de las gimnastas. Ellas cuentan, con toda naturalidad, como desde los nueve o diez años siguen un régimen de entrenamientos espartano: doce horas diarias de intensísimo trabajo físco aderezado con una dieta a base de ensalada, una manzana y un yogurt.

En realidad una medalla olímpica, sobre todo en las disciplinas más minoritarias, no tiene mucho más valor que la corona de laurel que distinguía a los campeones de la antigüedad. Es algo más simbólico que material. Por eso me pregunto: ¿merece la pena la gloria a cualquier precio?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.