La mariposa ya no vuela, la avispa ya no pica

Ante todo debo reconocer una verdad muy evidente: no tengo ni idea de boxeo. Mi experiencia como espectador del “noble arte” se resume en haber visto una media docena de combates mal contados en toda mi vida (nunca olvidaré la paliza que el norteamericano Pernell Whitaker le infringió al “Potro de Vallecas”, Poli Diaz, en 1991 en un combate por el título mundial).

A pesar de ser un total neófito en el deporte de las 12 cuerdas, hoy me veo en la obligación de rendirle tributo a uno de los más grandes deportistas de todos los tiempos. Se trata, como podréis imaginar, de Cassius Marcellus Clay o, como la eternidad le recordará para siempre, Muhammad Alí.

Cassuis Clay nació en Luisville (Kentuky) el 17 de enero de 1942. Creció sin grandes problemas teniendo en cuenta la época a la que nos referimos y al hecho, transcendente a todas luces, de que Clay era negro.

A pesar de esta aparente felicidad, un hecho cambiaría para siempre su vida. Siendo un niño le robaron su primera bicicleta (valorada en unos 60 dólares, una fortuna en aquellos días). Decidido a denunciar el hurto, Clay se dirigió a la comisaría de policía. Una vez allí le reconoció al oficial al mando que quería partirles la cara a los responsables. Joe Martín, que así se llamaba el policía local, le aconsejó entrenarse en el gimnasio que tenían en la propia comisaría. Así nació el mito.

Su carrera fue meteórica. En 1956, con catorce años, ganó su primer título de importancia: el Golden Gloves Championship del estado de Kentucky en el peso semipesado, el cual ganaría otras cinco veces más. En 1959 se consagró como campeón nacional de la Unión Atlética Amateur en la misma categoría.

Su siguiente hito tendría ya un alcance planetario. Con 18 años llegó a los Juegos de Roma de 1960 como favorito claro. Clay llegó a la final sin grandes apuros y en ella se enfrentó al polaco Zbigniew Pietrzykowski, medallista de bronce en Melbourne 1956. A partir del segundo asalto, el norteamericano emprendió una furiosa ofensiva, mejoró su movilidad en el cuadrilátero y dio golpes más certeros. Al final, Clay se adjudicó la decisión de los jueces y la medalla de oro.

La leyenda cuenta que Clay tiró la medalla al río después de que no le sirviesen en un restaurante a causa de su color de piel (él mismo desmintió esta anécdota alegando que: “no sé donde la olvide”).

Aquí se acabó el Cassius Clay amateur para dar paso a su etapa profesional. Tras una racha de victorias muy convincentes, Clay tuvo la oportunidad de medirse al vigente campeón mundial y favorito indiscutible, Sonny Liston, el 25 de febrero de 1964 en el Convention Center de Miami. Contra todo pronóstico, Liston abandonó al finalizar el sexto asalto y Clay inicio su reinado al grito de: “tráguense sus palabras, soy el mejor y el más lindo”.

A los pocos días, el campeón anunciaba que dejaba de ser Cassius Marcellus Clay (un nombre de esclavo, según sus propias palabras) para pasar a llamarse Muhammad Alí, “el elejido de Dios”.

Su carrera continuó exitosamente pero en 1967, debido a su negativa para incorporarse a las fuerzas armadas de su país en pleno desarrollo de la guerra de Vietnam, se le cancelaron con sus licencias para boxear y fue despojado de sus títulos. Alí se negó a participar en la guerra ya que: “ningún vietcong me ha llamado negrata, en mi país sí lo han hecho”. Tardó tres años y medio en volver a pelear.

En su regreso, el eléctrico Alí había cambiado su forma de boxear y pasó a ser un púgil más cerebral y encajador que esperaba su oportunidad de mandar a la “habitación del sueño” a sus oponentes con el poder de sus puños. A pesar de este nuevo enfoque, a esta segunda época pertenecen los míticos combates con Joe Frazier (en el Medison Square Garden de Nueva York con una victoria de Frazier y otra para Alí).

En 1974, concretamente el 30 de octubre, Alí se enfrentó a George Foreman en Kinsasa (Zaire) donde, con el apoyo del dictador Mobutu Sese Seko, tuvo lugar el combate más famoso de todos los tiempos. Alí ganó sin que nadie lo esperase mientras todo el mundo gritaba: “Alí bumbayé” (Alí mátalo).

Aún quedaba otra gran pelea. El 1 de octubre de 1975 en Manila (Filipinas) ante la atenta mirada Ferdinand Marcos, Alí venció a Joe Frazier por abandono de este al final del decimocuarto asalto. Ese fue el día que más cerca estuve de la muerte, rememoraría Alí.

Su carrera continuó, ya cuesta abajo, hasta que una derrota con Trevor Berbick en 1981 puso punto final a su carrera.
Ahora el parkinson le ha noqueado definitivamente tras más de tres décadas de combate.

Más allá de su faceta deportiva, Alí era un personaje cautivador, brabucón, seductor y comprometido. Llegó a predecir sus victorias y el asalto en el que se producirían entonando un rap, cuando este estilo musical no existía.

Una anécdota da idea de la grandeza de Alí. En 1977 el hispano-uruguayo, Alfredo Evagelista peleó con Alí y aguantó en pie los quince asaltos. Cuando le preguntaron cómo lo había logrado, Evangelista se limitó a afirmar: “cómo me iba a caer. Me estaba pegando el más grande de todos los tiempos y, aunque sabía que no podía ganar, no quería perdérmelo. Ojalá me hubiese pegado para siempre”.

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